jueves, 24 de marzo de 2011

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El ADN de la discordia Por Eduardo Anguita 22-11-2009

Se cayó un muro construido entre militares y civiles para mantener la impunidad sobre delitos imprescriptibles. Con la aprobación por parte del Senado del derecho a extraer una muestra de ADN cuando hay presunción de identidad cambiada en hijos de desaparecidos se dio un paso decisivo. Transcurrieron muchísimos años para que este proyecto llegara a ser tratado en el Congreso, pero el resultado fue de 57 votos a favor y uno solo en contra. A partir de ahora cualquier juez va a contar con una herramienta legal para ordenar que se obtenga una muestra genética cuando se presuma que alguien fue víctima del delito de supresión de identidad. La ley faculta al magistrado para instruir que se le saque un pelo o una gota de sangre a esa persona y también establece una modalidad más suave, como es la de valerse de un peine o una prenda íntima para evitar que un enfermero tome contacto directo con esa persona. La norma supone, con cierta lógica, que si una persona vivió toda su vida sin saber que cuando tenía pocos días o meses fue apropiada tiene una resistencia psicológica fuerte a enterarse de cuál es su origen. Máxime si, durante años, sus apropiadores asumieron que debían engañarlo y naturalizar un hecho aberrante.

Las Abuelas de Plaza de Mayo insistieron con el hecho de que esta ley tiene una razón de ser que trasciende los casos particulares. Y es así. Cuando el juez español Baltasar Garzón tipificó los delitos de terrorismo de Estado y genocidio en Chile y Argentina debió fundarse en la legislación penal internacional. De no haber podido encuadrar los crímenes de esos años en territorios lejanos a España, no habría podido actuar. El delito de genocidio tiene una serie de pactos internacionales que permiten actuar más allá de la expiración del tiempo y de la distancia. Por ejemplo, un homicidio, tomado en forma individual, para la mayoría de los códigos penales no puede ser instruido pasados 20 años de cometido. Y tampoco podría ser objeto de una instrucción extraterritorial. Fue muy arduo para Garzón encontrar los argumentos que le permitieran explicar que la Argentina fue objeto de un genocidio. Porque, claro, comparado con la cantidad de muertes probadas de masacres como la Shoá o el genocidio armenio, lo ocurrido en estas tierras podía ser considerado el exceso de una dictadura latinoamericana. Pero Garzón pudo probar que hubo un plan sistemático desde el Estado “para exterminar a un grupo nacional, religioso o social”, tal como se define en principio el genocidio. Y una de las razones de peso esgrimidas –con la participación inestimable de juristas como el argentino Carlos Slepoy y el español Carlos Castresana– fue que la apropiación de los hijos de militantes por parte de los represores constituía un intento de genocidio. Porque el objeto era impedir la descendencia de los militantes a los que se secuestraba y se exterminaba al margen de la ley. Abundan los ejemplos en la historia en los cuales el exterminio del enemigo incluye, como botín de guerra, la apropiación de sus descendientes.

El proceso de Madrid, como puede denominarse al trabajo de Garzón, fue una pieza importante para que la sustracción de menores quedara fuera de los indultos de la época menemista. Muchos recuerdan que, por esos años, el espía Guillermo Patricio Kelly tenía un programa en ATC y solía dedicarles muchas de sus tribulaciones (surgidas de las cuevas de los servicios de inteligencia de entonces, que eran los mismos que participaban de los crímenes en los setenta) a los hijos adoptivos de Ernestina Herrera de Noble. A la directora de Clarín le molestaba enormemente que el tema se meneara en el canal estatal y se estableció un vínculo entre el CEO del grupo, Héctor Magnetto, y los operadores menemistas Eduardo Bauzá y César Arias para que terminara el ciclo de Kelly. Menem pidió, a cambio, el fin del ciclo radial (en Mitre) de Liliana López Foresi, que denunciaba a diario al entonces presidente.
Esa historia, pequeña, es sólo una pieza más del edificio construido para mantener ocultas las identidades de los supuestos –hasta que la Justicia determine– hijos de desaparecidos. Es cierto que esta ley no se hizo para los hijos adoptivos de Herrera de Noble. Pero también es cierto que ella –y el directorio del grupo– trabajaron muy duro para evitar que les extraigan una muestra de ADN a Felipe y Marcela Noble (o como se llamen en realidad), y fijaron, de esa manera, una doctrina que se extendió a todos los nietos buscados. Aplicaron el criterio del monopolio: lo que no es bueno para nosotros, no es bueno para nadie. Esta semana, en el Senado, Ernestina se quedó sola. Ni los radicales ni los socialistas ni los peronistas disidentes la acompañaron. Apenas el salteño vinculado a la última dictadura Juan Pérez Alsina votó en contra de la norma.

El Congreso trató esta ley junto con otras dos, que son imprescindibles para que se avance en la restitución de identidad de los 400 nietos que buscan las Abuelas. Una es que las organizaciones de derechos humanos puedan presentarse como querellantes ante un juzgado para pedir que se determine si tal o cual persona puede ser, en verdad, hijo o hija de desaparecidos. Esto es importante porque no siempre los abuelos o tíos pueden presentarse. Y porque, como se supo con el caso de Martín Amarilla Molfino, el último nieto recuperado, ni sus familiares sabían de su existencia. La otra ley es la de crear el Banco de Datos Genéticos en la órbita del Estado nacional. Hasta ahora funcionó en el Hospital Durand y muy bien. Pero depende del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Y éste es un tema demasiado serio para dejarlo en manos de un Mauricio Macri que quiso hacer que la seguridad de los porteños descanse en el ahora encarcelado Jorge el Fino Palacios.

Por estas horas, Felipe y Marcela Noble estarán pensando en que está cercano el momento de conocer su verdadera identidad. Ojalá muchos jóvenes, además de ellos, puedan recuperarla. Es una deuda que tenemos con sus padres biológicos. Porque fueron militantes que creyeron en un mundo mejor y porque durante 26 años se mantuvieron muros para evitar que sus hijos puedan rendirles el tributo que se merecen, al tiempo que sus apropiadores vayan a la cárcel, que es donde tienen que estar.

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