IMA 2020 3ro GEOGRAFÍA Profesor: Carlos
Corzo
En www.pagina12.com 11 de marzo de 2020 VERSIÓN
ADAPTADA
La
provincia de Buenos Aires como problema Por José Natanson
Con casi 17
millones de habitantes (172.000.000.000 de dólares de producto), la provincia
de Buenos Aires expresa el 38 por ciento del total de la población del país (y
un tercio del PBI), lejos del 8 por ciento aproximado de Córdoba, la Ciudad de
Buenos Aires o Santa Fe. Ninguna entidad sub-nacional de otros países federales
ostenta semejante supremacía: el peso de San Pablo sobre el total brasileño
alcanza el 25 por ciento de la población, el de California el 12% y el del
Estado de México el 13%.
Este
desequilibrio se agravó tras la reforma constitucional de 1994, que eliminó el
Colegio Electoral, que suavizaba las diferencias del padrón entre las
diferentes provincias, e instauró el voto directo: hoy ningún candidato a Presidente
puede ganar sin los votos bonaerenses, en particular los del Conurbano, que
representan el 25 por ciento del total
nacional. El gigantismo se refleja en otros datos: la Policía Bonaerense
dispone de 100 mil efectivos (contra unos 80 mil militares sumando las tres
armas), la provincia emplea unos 400 mil docentes (contra 70 mil de Córdoba),
genera la mitad de la producción industrial y otro tanto de las exportaciones,
y cuenta con 135 municipios, incluyendo, además de los partidos del Conurbano,
ciudades superpobladas como Mar del Plata (se estiman unos 750.000 habitantes)
o Bahía Blanca (350.000).
Pero además
de grande la provincia es débil: aporta el 36 por ciento de los fondos de
coparticipación y recibe apenas el 19 por ciento, lo que convierte a su Estado
en un Estado frágil, crónicamente quebrado e incapaz de proveer los servicios
esenciales (el gasto público per cápita es 30 por ciento más bajo que el
promedio nacional). Mirada desde cualquier punto de vista, la discriminación es
clara: si se considera la población, Buenos Aires debería llevarse el 42 por
ciento de los fondos; si se mira el producto, el 41%; y si se consideran las
necesidades sociales, el 44 %.
Por
supuesto, ambas cuestiones, el tamaño y la debilidad, están relacionadas. Tras
las batallas de Cepeda y Pavón y la coronación de Mitre como el primer Presidente
reconocido por todas las provincias, la organización nacional se fue
consolidando en base a un equilibrio que compensaba la preponderancia de Buenos
Aires con una serie de concesiones al Estado federal, como la representación
igualitaria en el Senado y la nacionalización de las rentas de la Aduana. De
hecho, la Argentina tal como la conocemos recién se terminó de sellar cuando
Julio Roca sofocó el último intento rebelde bonaerense, liderado por el
gobernador Carlos Tejedor, que se resistía a la federalización de la ciudad de
Buenos Aires.
En otras
palabras, el desempoderamiento de Buenos Aires es la condición histórica de la
unidad nacional; y el déficit estructural del fisco bonaerense, la forma en la
que se concreta. La explicación es simple: si el Estado bonaerense no viviera
en bancarrota, si no tuviera que mendigar ante la Nación para pagar los
salarios, su gobierno amenazaría la autonomía del resto de las provincias y afectaría
la gobernabilidad nacional, y no le resultaría difícil al Gobernador poner en
cuestión el poder del Presidente. No se trata de una conspiración llevada
adelante de forma sistemática sino de una dinámica que hace que, cuando Buenos
Aires reclama más fondos, rápidamente se organice una coalición extra-pampeana
que, apelando a tópicos populares en el imaginario político argentino (el
atraso del Norte, la necesidad de poblar la Patagonia), logra bloquear las
demandas bonaerenses en el Ejecutivo, el Senado y la Corte.
Por eso
Buenos Aires no solo carece de los instrumentos de política exterior y
monetaria cedidos al gobierno federal por todas las provincias, sino que además
fue amputada de su capital -La Plata es una ciudad literalmente inventada por
Dardo Rocha-; por eso, también, viene siendo discriminada desde siempre. Buenos Aires es el país que no fue, un
territorio del tamaño, las complejidades y los problemas de un Estado nacional,
que sin embargo debe ser gestionado con las herramientas de una provincia.
Quizás por
eso la provincia carece de una identidad definida: es probable que un
bonaerense se identifique antes con su ciudad (por ejemplo marplatense) y, si
vive en el conurbano, con el partido o el cordón (“Soy del Oeste”), antes que
con su provincia, algo impensable en un riojano, un entrerriano y desde luego
un cordobés, catalanes en potencia que hasta tienen su propio idioma. Es fácil comprobar que en ningún grupo de amigos existe
tal cosa como un “Bonaerense”, aunque puede haber un “Riojano” o, más
directamente, un “Chaco”. A diferencia del resto de los distritos, en Buenos
Aires no existen medios de comunicación de alcance provincial. Recién en 1997,
tras un concurso organizado en las escuelas, los bonaerenses se dieron su
propia bandera.
Esta doble
condición de tamaño y debilidad se traslada a la figura del Gobernador, mucho
más ligada a la política nacional que los de otros distritos. Buenos Aires es
la única provincia en la que los Gobernadores saltan al revés, de la Nación a
la Provincia, en buena medida porque son una creación del Presidente: tres de
ellos (Duhalde, Ruckauf y Scioli) fueron antes Vicepresidentes, y otros dos
(Solá y Kicillof) Ministros.
Pero lo más
notable –y lo que demuestra que la inviabilidad de la provincia es un problema
estructural- es que al final todos fracasan. Los Gobernadores bonaerenses
logran -en sus mejores momentos- flotar con una buena imagen en la opinión
pública, hasta que la crisis económica o la cercanía con el Gobierno Nacional o
los celos del Presidente interrumpen sus carreras (sucede lo contrario con la
Ciudad de Buenos Aires, tan fácil de gestionar que ya nos dio dos exitosos Jefes
de Gobierno pero que no fueron buenos Presidentes).
La solitaria excepción a esta fatalidad bonaerense es Duhalde, el único que
llegó al gobierno nacional, aunque no por los votos, y el único, no
casualmente, que logró romper la dependencia económica a través del Fondo del
Conurbano, una fabulosa masa de recursos -650 millones de dólares- arrancada a
Menem como condición para apoyar la reelección.
¿Qué hacer
con el King Kong y sus pies de barro, entonces? No hay una buena respuesta. La
propuesta de dividir Buenos Aires en dos o tres provincias más manejables
resulta tan interesante como difícil de concretar (¿qué político se atrevería a
proponer públicamente la creación de más Gobernaciones, más Cámaras
Legislativas, más Cortes Supremas?). Por ejemplo, durante su gestión, el ex
Gobernador Daniel Scioli había elaborado un plan de regionalización, con buenas
intenciones, pero que no llegó ni
siquiera a considerarse.
Pero algo habrá que hacer, porque la
provincia es un problema. Contra lo que a veces se piensa, el federalismo no refiere solo a la
autonomía de las provincias sino, y sobre todo, al desarrollo, a la posibilidad
de que un tucumano lleve adelante su vida en Tucumán y un matancero en La
Matanza, para lo cual a veces es necesario centralizar recursos y luego
redistribuirlos. Tiene razón el actual gobernador Axel Kicillof cuando dice que
en la Ciudad de Buenos Aires hay dinero para jardines colgantes y que cruzando
la Avenida General Paz falta casi todo. Pero peca de voluntarista cuando sostiene que el Gobernador
tiene las herramientas suficientes para contrarrestar un rumbo nacional que lo
perjudica.
Algo habrá
que hacer, decíamos. Sin caer en la tentación refundacionista ni en la
aspiración irrealizable (la dichosa nueva Ley de coparticipación por ejemplo),
es necesario al menos recortar los
fondos que reciben los distritos más ricos, en particular la Ciudad de Buenos
Aires y la Patagonia, para desplazarlos al Norte y al Conurbano bonaerense;
redigirir la obra pública, la construcción de escuelas y viviendas, los
hospitales.
La solidaridad, implica la
redistribución del ingreso entre sectores sociales pero también entre
generaciones y territorio. La síntesis de la propuesta sería comenzar por el
Conurbano para de esta manera llegar a todos.
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