IMA 2020
Por si a alguno le interesa...
28 de junio
de 2020
La película
rescata una cultura adolescente mestiza entre el narco, la cumbia y la frontera
"Ya
no estoy aquí",
la revelación de Netflix Por Andrea Guzmán
Con Ya no
estoy aquí, que puede verse en Netflix, el director mexicano Fernando Frías de
la Parra (Los Espookys) se consagra como una de las voces capaces de contar
América Latina, su miseria, su cruce de identidades y su violencia sin caer en
la pornomiseria. A través de la historia de Ulises, un adolescente identificado
como "kolombiano", expresión cultural ya extinta que, en la ciudad de
Monterrey, mezclaba cumbia ralentizada con estética hip hop e indígena, narra
una adolescencia en los márgenes que ilumina un mundo desconocido y en la
frontera, y lo hace con exquisitez estética, ternura e inteligencia.
La historia
personal del director Fernando Frías de La Parra está muy lejos de la que
presenta en su segundo largometraje de ficción, y sin embargo, el mexicano
asegura que nunca quiso filmar una película con una mirada exótica de la
otredad. Tampoco, una historia con el letargo contemplativo que muchas veces
habita los festivales de cine, ese que casi puede ver belleza en la miseria y
que expulsa a cualquier espectador no entrenado. Quería hacer el intento por
filmar una película con la que sus propios protagonistas —no actores,
adolescentes de clase trabajadora, oriundos de Monterrey— pudieran vincularse
en serio. Y al final, parece haberlo conseguido, porque Ya no estoy aquí, la
historia de un pandillero que huye a Estados Unidos perseguido por un cartel de
Monterrey, casi no estuvo en festivales de cine europeo y sin embargo, se
convirtió muy rápido en un pequeño suceso del streaming y las redes sociales.
Desde su estreno en Netflix, los datos de color alrededor de la película
abundaron. Guillermo del Toro twitteó recomendándola con bastante vehemencia, y
Daniel García, el protagonista de 20 años que ni siquiera lo conocía, le
respondió descreído invitándolo a tomar un tinto. Más tarde, una “botarga” con
la cara del protagonista —es decir, una persona con un corpóreo gigante que
anima eventos— apareció por la calles de Monterrey abierta a contrataciones.
¿Acaso hay otra cosa más consagratoria?.
La historia
es así. Ulises es un chico de 17 años que lidera a Los Terkos, una pandilla
callejera que tiene la cumbia rebajada como eje identitario. Hablamos de los
“Kolombias” o los “Cholombianos”, una expresión contracultural extinta a
principio de los dos mil; asimilación de la cumbia colombiana y el vallenato
por los adolescentes del norte de México, que adoptaban esos ritmos festivos
pero lentos, la ropas enormes, y en este caso, un corte de pelo con cresta
naranja, patillas largas y cabezas rapadas. La película empieza como
celebración de la juventud —aún cuando habite un contexto de extrema violencia—
pero todo se ve truncado cuando un malentendido entre carteles obliga a Ulises
a migrar de ilegal a Estados Unidos y empezar a trabajar como albañil en
Queens, Nueva York.
Hay algo muy
refrescante en Ya no estoy aquí: parece no interesarle la pornomiseria. La
violencia lo habita todo, pero de forma seca, nunca declamatoria. Da por
sentado la sordidez, no se engolosina en filmarla con pirotecnia. Y en esa
latencia libera a sus personajes. Frías de la Parra nació en Ciudad de México,
ganó la beca Fulbright, estudió cine en Columbia y, consciente de su
privilegio, por suerte, no quiso filmar un retrato aleccionador, ni falazmente
hiperrealista, y al mismo tiempo, logró algo que no es tan sencillo por estos
días: hacer que un objeto de autor, muy bello y muy libre, también devenga en
fenómeno pop.
Muy cerca de
Estados Unidos, muy poco para hacer, hiper industrializada pero endogámica, en
la ciudad de Monterrey la narcoviolencia fue parte del paisaje cotidiano de
principios de siglo. Y el vínculo de los carteles con los pobladores muchas
veces fue también de dependencia, ya que suplieron necesidades básicas que el
aparato estatal ausente negaba. Por esa misma época, los jóvenes de los
sectores marginales de la sociedad regia abrazaban la cumbia y encontraban en
ella su propia respuesta contracultural a otra violencia, la clasista, la
estructural: “Algo así como: ‘La sociedad no me quiere porque me considera feo
y pobre, pues entonces voy a hacer más estridentes mi aspecto y mis
gustos", contó Frías a este mismo diario, durante el breve paso de la
película por la Sala Lugones en Buenos Aires. Esas escenas de cumbia
ralentizada —un baile tan poco conocido hacia el sur del mundo que asombra—
podrían ser tan solo pintorescas, y sin embargo, están filmadas con una belleza
que abraza: la cumbia parece corporizarse en la película.
Las letras
tristísimas, de una melancolía antigua, parecen anacrónicas cuando las canta
una pandilla de niños que bailan muy lento como si fueran almas muy viejas. La
cumbia tiene la misma eficacia cuando sale tristemente de un mp3 sobre una
azotea de Nueva York en soledad, como cuando se festeja con brío en
multitudinarios encuentros populares en villas miseria que el joven expatriado
no deja de añorar.
La historia
personal del director Fernando Frías de La Parra está muy lejos de la que
presenta en su segundo largometraje de ficción, y sin embargo, el mexicano
asegura que nunca quiso filmar una película con una mirada exótica de la
otredad. Tampoco, una historia con el letargo contemplativo que muchas veces habita
los festivales de cine, ese que casi puede ver belleza en la miseria y que
expulsa a cualquier espectador no entrenado. Quería hacer el intento por filmar
una película con la que sus propios protagonistas —no actores, adolescentes de
clase trabajadora, oriundos de Monterrey— pudieran vincularse en serio. Y al
final, parece haberlo conseguido, porque Ya no estoy aquí, la historia de un
pandillero que huye a Estados Unidos perseguido por un cartel de Monterrey,
casi no estuvo en festivales de cine europeo y sin embargo, se convirtió muy
rápido en un pequeño suceso del streaming y las redes sociales. Desde su
estreno en Netflix, los datos de color alrededor de la película abundaron.
Guillermo del Toro twitteó recomendándola con bastante vehemencia, y Daniel
García, el protagonista de 20 años que ni siquiera lo conocía, le respondió
descreído invitándolo a tomar un tinto. Más tarde, una “botarga” con la cara
del protagonista —es decir, una persona con un corpóreo gigante que anima
eventos— apareció por la calles de Monterrey abierta a contrataciones. ¿Acaso
hay otra cosa más consagratoria?.
La historia
es así. Ulises es un chico de 17 años que lidera a Los Terkos, una pandilla
callejera que tiene la cumbia rebajada como eje identitario. Hablamos de los
“Kolombias” o los “Cholombianos”, una expresión contracultural extinta a
principio de los dos mil; asimilación de la cumbia colombiana y el vallenato
por los adolescentes del norte de México, que adoptaban esos ritmos festivos
pero lentos, la ropas enormes, y en este caso, un corte de pelo con cresta
naranja, patillas largas y cabezas rapadas. La película empieza como
celebración de la juventud —aún cuando habite un contexto de extrema violencia—
pero todo se ve truncado cuando un malentendido entre carteles obliga a Ulises
a migrar de ilegal a Estados Unidos y empezar a trabajar como albañil en
Queens, Nueva York.
Hay algo muy
refrescante en Ya no estoy aquí: parece no interesarle la pornomiseria. La
violencia lo habita todo, pero de forma seca, nunca declamatoria. Da por
sentado la sordidez, no se engolosina en filmarla con pirotecnia. Y en esa
latencia libera a sus personajes. Frías de la Parra nació en Ciudad de México,
ganó la beca Fulbright, estudió cine en Columbia y, consciente de su
privilegio, por suerte, no quiso filmar un retrato aleccionador, ni falazmente
hiperrealista, y al mismo tiempo, logró algo que no es tan sencillo por estos
días: hacer que un objeto de autor, muy bello y muy libre, también devenga en
fenómeno pop.
Muy cerca de
Estados Unidos, muy poco para hacer, hiper industrializada pero endogámica, en
la ciudad de Monterrey la narcoviolencia fue parte del paisaje cotidiano de
principios de siglo. Y el vínculo de los carteles con los pobladores muchas
veces fue también de dependencia, ya que suplieron necesidades básicas que el
aparato estatal ausente negaba. Por esa misma época, los jóvenes de los
sectores marginales de la sociedad regia abrazaban la cumbia y encontraban en ella
su propia respuesta contracultural a otra violencia, la clasista, la
estructural: “Algo así como: ‘La sociedad no me quiere porque me considera feo
y pobre, pues entonces voy a hacer más estridentes mi aspecto y mis
gustos", contó Frías a este mismo diario, durante el breve paso de la
película por la Sala Lugones en Buenos Aires.
Esas escenas
de cumbia ralentizada —un baile tan poco conocido hacia el sur del mundo que
asombra— podrían ser tan solo pintorescas, y sin embargo, están filmadas con
una belleza que abraza: la cumbia parece corporizarse en la película. Las
letras tristisimas, de una melancolía antigua, parecen anacrónicas cuando las
canta una pandilla de niños que bailan muy lento como si fueran almas muy
viejas. La cumbia tiene la misma eficacia cuando sale tristemente de un mp3
sobre una azotea de Nueva York en soledad, como cuando se festeja con brío en
multitudinarios encuentros populares en villas miseria que el joven expatriado
no deja de añorar.
Por
momentos, parece que la película está a punto de deslizarse a un lugar común.
Por ejemplo, cuando una prostituta colombiana entrada en edad podría acoger a
Ulises como a un hijo en la ciudad más indiferente del planeta, o cuando una
adolescente asiática en el Queens multicultural, parece interesarse
sentimentalmente en él y salvarlo. Pero todas las oportunidades para la
redención y el éxito pasan de largo. La angustia adolescente está apenas
delineada y —aunque a menudo los críticos la encasillan en el género—, ni
siquiera se puede decir que este sea un coming of age de tomo y lomo: no
anticipa necesariamente una revelación, nunca explota una aventura superadora,
incluso, hay acaso una pizca de comedia cruel. ¿Quizás el realismo sea eso?
En el 2012,
Fernando Frías de la Parra ya había dirigido Rezeta, una película con ímpetu de
falso documental en la que una albanesa aspirante a modelo recorría una Ciudad
de México salvaje. Luego, en 2019, se consagró en la dirección de televisión
con Los Espookys , la primera serie en español de HBO para un público
angloparlante, un proyecto de la estrella latina de Saturday Night Live, Fred
Armisen, bien lejos del realismo, bien cerca del corazón de la comedia absurda,
donde un grupo de “darkis” —acá, los góticos latinos— tenían aventuras dementes
ubicadas en un país hispano sin nombre. Ahora, Ya no estoy aquí, parece estar
en un centro indeterminado entre ambas y confirmar la obsesión del director por
la vida en las grandes urbes, y en cómo los consumos culturales y acaso las
mismas ciudades, se reinterpretan y convierten en identidad a través de las
experiencias disímiles de quienes la habitan. “Me apasionan este tipo de
manifestaciones difíciles de predecir. Siento que vivimos en un mundo cada vez
más uniforme, por eso me apasionan la espontaneidad, la posibilidad del
accidente cultural, los sincretismos. Que se escuchara cumbia colombiana en
Monterrey ya me resultaba fascinante”, contó el director, cuyo mayor acierto es
elegir alejarse —dentro de lo posible— del exotismo, y regalarle la película a
sus personajes. “Cuando llegué con los protagonistas a la presentación en
Monterrey, la policía los detuvo y los revisó. ¡E iban al estreno de su
película en el centro de la ciudad! Ya hay una discriminación sistemática y yo
no quiero contribuir a eso para tener una película que me haga quedar bien”.
Comentarios
de los lectores de la nota
- Me gusto
el film, los diálogos muchas veces me fueron inentendibles pero no fue grave el
tema porque las imágenes lo cuentan todo. Otra, me costó entender que en México
escucharan cumbia .Tremenda la toma final. Para ver.
-Interesante
en el film el rescate de la forma de hablar de los personajes. Ni los otros
mexicanos los entienden. Y los intentos de comunicación con la adolescente
china en Nueva York contribuyen a un mundo extrañamente globalizado pero que
silencia a diario las penurias del alma humana. El nombre de la peli es también
parte de esa gran paradoja. Disfruté de la película y del comentario.
Recomiendo verla.
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