jueves, 18 de junio de 2020


IMA 2020 5to Sociales

Sugerencias adicionales y optativas

Crítica de la película "El Maestro"
"El Maestro", contenida denuncia de la intolerancia  por © NOTICINE.com  13 Mayo 2020
La dupla conformada por Cristina Tamagnini y Julián Dabien estrena su opera prima, "El Maestro" (2020), en el canal Cine.Ar y en la plataforma Cine.Ar Play ante la imposibilidad de hacerlo en los cines argentinos dadas las circunstancias sanitarias que afectan a muchos países.
"El Maestro" es una cinta sencilla y sin estridencias que pone el foco en exponer los  prejuicios en un pueblo en el que todos se conocen. Ambientada en el año 1991, la cinta es un homenaje de Cristina Tamagnini –guionista además de directora- a su maestro Eric Sattler, quien sufrió situaciones similares.
El film no recurre a estridencias ni a desbordes dramáticos. Sus personajes herméticos apenas dejan traslucir sus sentimientos. Ni siquiera su protagonista se rebela ante la discriminación.
"El Maestro" desliza su narración a ritmo de siesta pueblerina para evidenciar y poner en entredicho las actitudes injustas que generan chismes y rumores. Sus sesenta y nueve minutos sirven como denuncia de prejuicios.

Crítica de La carretera (The road). John Hillcoat, EUA, 2009
La carretera  adopta el marco post apocalíptico para desarrollar la adaptación de la novela homónima escrita por Cormac McCarthy y ganadora del premio Pulitzer.
Una película que prácticamente reduce su línea narrativa a dos personajes, el  padre interpretado por Viggo Mortensen y el hijo. Esta reducción impuesta por la fuente obliga a que el largometraje centre su fuerza expresiva en los actores. Pero ello no es suficiente en tanto que a Hillcoat también le interesa explorar la relación del sujeto con su entorno. De ahí se deriva su carácter moral en cuanto interpela directamente al espectador, aludiendo a la responsabilidad que tenemos con nuestro planeta. El exceso y el maltrato al que sometemos a nuestros recursos naturales pueden abocarnos a  un escenario como el que se describe en el film.

Algo muy grave va a suceder en este pueblo Gabriel García Márquez

En: Magazin Dominical, Caracas, 3/5/1970.

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde: “No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo”.

El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”. Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y
no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Y él contesta: “Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo”. Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mama, o una nieta o en fin, cualquier pariente, feliz con su peso dice y comenta:
–Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
–¿Y por qué es un tonto?
–Porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Y su madre le dice:
–No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen...

Una pariente oye esto y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero: “Deme un kilo de carne”, y en el momento que la está cortando, le dice: “Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar su kilo de carne, le dice:
“Mejor lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas”.

Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mejor deme cuatro kilos...”. Se lleva los cuatro kilos, y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde, alguien dice:
–¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
–¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.
–Sin embargo –dice uno–, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
–Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor.
–Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: “Hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.
–Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
–Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
–Yo sí soy muy macho –grita uno–. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve. Hasta que todos dicen: “Si éste se atreve, pues nosotros también nos
vamos”. Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa”, y entonces la incendia y otros incendian también sus casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un  éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio que le dice a su hijo que está a su lado: “¿Viste, mi hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?”

La máscara de la muerte roja Edgar Allan Poe

La “Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglará por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento.
Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y las paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas.
 Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies.
En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Más otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Más en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.


Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba.
En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsiónose en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Más entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.


Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

A continuación tienen una interpretación  sobre qué significado posible  tiene este cuento de Edgar Allan Poe

En  www.el mundo.com 

La Muerte Roja te puede apuñalar Autor: Reinaldo Spitaletta 29 marzo de 2020 -
Un relato gótico de Edgar Allan Poe sobre la peste y lo inevitable
En la Muerte Roja asistimos a una estructura de tiempo lineal con auténtico predominio de la sentimentalidad, de los presagios y de lo sensorial.
En tiempos de pestes es posible que las palabras, las historias, acompañadas de vihuelas y panderos, puedan erigirse como antídoto, como una suerte de conjuro contra el contagio y la muerte, como acaece en las jornadas de maravilla y concupiscencia de El Decamerón. Puede que, vista a distancia, la peste obtenga dimensiones de un acontecimiento lejano que mató a mucha gente y que, a través de ciertos documentos, puede reconstruirse muchos años después, como pasa en Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Y así, estaremos preparados para ver y sentir el cólera en los canales de Venecia o la peste negra en medio de una historia de amor en Milán y Bérgamo, como se puede apreciar en la novela Los novios, de Alessandro Manzoni.
Y como una continuación de lecturas, una peste con estado de sitio, ópera y muchas ratas, en la novela de Camus; y la peste blanca, enceguecedora, en la novela de Saramago. Pestes por aquí y por allá. Ayer y hoy. Mañana y siempre. Pestes que arriban a Manaure y pestes que atraviesan el Mediterráneo. Y de todas ellas, y de las que faltan por relacionar, hay una, muy macabra, muy matemática, quizá cabalística, que es la que imagina el más analítico de los escritores (por lo menos hasta ese momento del siglo XIX), el bostoniano Edgar Allan Poe.
Y el poeta del rintintín (como lo señaló Borges, sobre todo refiriéndose a El cuervo), el inventor del relato policíaco y del cuento moderno, escribió una narración que puede ser, no por su tema sino por su tratamiento, una simbólica historia en la que el autor se escurre de la reflexión, del mecanismo de relojería (aunque aparezca en escena un reloj presagiador de tragedias) que utiliza en otras de sus creaciones. Publicada en 1842, La máscara de la Muerte Roja, es una composición sobre una devastadora peste que se ha ensañado largo tiempo con los habitantes de un país que en el relato no se sabe cuál es, pero que puede ser cualquiera, con castillos y aristócratas, con carnaval y fiesta, con mascarada y una sucesión de habitaciones, siete para ser exactos, como arquitectura donde ocurrirá lo inevitable.
Es un relato de tonalidad gótica, escrito por el que puede ser uno de los autores más racionalistas y usuario de métodos analíticos, con operaciones de lógica matemática combinadas con piezas de alta precisión artesanal. En la Muerte Roja asistimos a una estructura de tiempo lineal con auténtico predominio de la sentimentalidad, de los presagios y de lo sensorial. Es más, se puede aseverar que es un cuento en el que la piel, los bailes, el placer es trascendido por lo inexplicable. Esa situación se puede llamar el misterio. Pero no un misterio como el de Los crímenes de la calle Morgue, por ejemplo, ni como el de Metzengerstein. Es la presencia ineludible de la muerte. ¿Por qué en este cuento no es Poe tan racionalista?
El relato está montado sobre la hipótesis, que es del protagonista, de que con un encerramiento en un espacio dedicado al placer, a la fiesta, a la buena mesa, al vino, se podría esquivar el mal de la peste, el mismo que ha asolado a esa región como nunca antes se había visto. Y el mal tenía como encarnación la sangre, el rojo escarlata. Quien lo padecía era presa de agudos dolores, vértigos repentinos, de hematidrosis y al fin de tantas miserias y miedos advenía la muerte. El príncipe Próspero, calificado de intrépido y sagaz, al ver que sus dominios estaban quedando sin gente llamó a mil amigos, entre caballeros y damas de su elegante corte y, con ellos, se marchó a un encierro en una abadía bien fortificada.
El relato va mostrando cómo se logra un encerramiento seguro, una fortificación sólida, como previsión de que, fuera de los que allí se hallan, no pueda entrar nadie. Puertas de hierro bien cerradas. Y así como nadie podía ingresar después de que todos los que eran los invitados, tampoco se salía. Los que allí estaban pretendían derrotar la peste, que estaba afuera y a la que, con tantas seguridades, querían mantener sin posibilidades de entrar a aquella fortaleza en apariencia inexpugnable.


Afuera, la Muerte Roja continuaba con su labor de arrasamiento. Se supo, eso sí, que adentro, al quinto o sexto mes de reclusión voluntaria y, ante todo, de escape singular a las destructivas maneras de la Muerte Roja, el príncipe ofreció a sus amigotes un baile de máscaras, una especie de celebración festiva para burlar la peste y animar los sentidos, activar los placeres y poner al cuerpo como una máquina de sentir, de gozar, de moverse con gracia. Y el baile carnestoléndico (sí, porque era como una suerte de carnaval interior, de regocijo de todos, a modo de victoria sobre aquello que no los tocaría nunca: la peste, la muerte escarlata, la pavorosa enfermedad) se iba a realizar, como en efecto se hizo, en una insólita sucesión de habitaciones.
Y el narrador hace notar que en los palacios, los salones están en galería, en línea recta, de modo de tener un dominio visual en perspectiva, y en este punto comienza una introducción misteriosa de cómo allí, en aquella construcción, los salones estaban dispuestos en otra geometría, con recodos y curvas. Cada salón, con un color específico y con cortinajes, con maneras de su ambientación, va teniendo una funcionalidad, además de una decoración singular. El príncipe se había ocupado de buena parte de las ornamentaciones, las disposiciones de las cortinas, de la clase de disfraces que se utilizarían en la mascarada. Las siete salas tenían su cuento, aunque una de ellas, la que daba al poniente, tenía una suerte de arcano, de fuerza indescifrable, que al final va a ser definitiva en el desenlace.
En el relato se da cuenta de cómo suena la música, cómo se desplazan los cuerpos, como todo es una especie de sueño, de alegría colectiva, porque es que los que allí están, como una sarta de privilegiados, están lejos —o así lo creen— de las acechanzas torvas de una peste que ha sido fatídica. ¿Si se podría así no más, con cierta impunidad adobada con vino y pasos de baile, derrotar el fatal asedio de la peste?
Poe, maestro del uso de ingredientes técnicos como la intensidad y la tensión, en este relato va metiendo al lector en los espacios donde se danza y se escucha música, donde se bebe y pasa bueno. Pero va dando puntadas, muy sutiles, con elementos que pueden sugerir que algo más puede suceder, que no es gratuito el sonido del reloj de péndulo (un reloj de ébano) que interrumpe músicas y baile, que el tiempo allí tiene un límite, como una hora cero. En el encerramiento, en esa aparente imposibilidad de que cualquiera otro pueda entrar, está la fuerza de la narración.
Muchos años después, un escritor italiano, Ítalo Calvino, escribiría una singular historia, otra manera de quijotear con la caballería, y pondría una armadura detrás de la cual, o, mejor dicho, en la que adentro no había ningún caballero. En el relato de Poe, como el lector verá, aparecerá tal vez de la nada un extraño caballero enmascarado que sorprenderá a todos los concurrentes y sobre todo al príncipe Próspero. Es posible que nadie escape a un destino marcado. Que nadie pueda hacerle gambetas definitivas a la muerte. Y menos a ese ser de espanto que la mente, el pensamiento y la imaginación de un gran escritor pondrá como una inesperada aparición siniestra de la que nadie puede burlarse y menos vencer.
La máscara de la Muerte Roja puede ser un cuento que el autor haya concebido como un divertimento, como una experiencia gótica, en la que, por lo demás, con un clima de claroscuros y de símbolos mortuorios, el mundo de la peste está presente y del cual, así se baile y beba y se haga una “cuarentena” carnavalesca, no hay forma de escapar. Sus alcances macabros son imparables. Y tenebrosos. Que suene la música, pues, al fin y al cabo, la muerte también sabe bailar.



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