La cultura del balazo Por Gabriela Esquivada
En 22 de los 50
estados de EEUU se puede comprar un arma aun si se estuvo preso por homicidio,
pues no piden permiso de portación; o poner como domicilio “Hospital
Psiquiátrico José T. Borda, Buenos Aires, Argentina” y salir con un rifle para
cazar osos.
Una bibliotecaria jubilada que quiera alquilar un
departamento en cualquier ciudad de los Estados Unidos debe pagar un mínimo de
25 dólares para que el consorcio realice su verificación de antecedentes. A
quien quiere comprar un arma, en cambio, no se le pide tal cosa: basta una
prueba de identidad y por 568 dólares le ponen en sus manos una semiautomática
con el paradójico nombre de American Classic Amigo, o una carabina SR-15 si
gasta 2.599. Así, alguien inadecuado para tener el índice cerca de un gatillo,
como el ex reservista de la Marina y actual contratista, Aaron Alexis, quien
oía voces en su cabeza y en vísperas de la masacre de esta semana había denunciado
a la policía que lo sometían a vibraciones de microondas para impedirle dormir,
puede pertrecharse legalmente, decir “buen día” en una base naval cerca del
Capitolio y la Casa Blanca y matar a 12 personas.
La ley de 1993 que exigía la verificación de antecedentes
sufrió cambios en 2004, entre ellos el fin de la prohibición a los cargadores
de más de diez cartuchos, gracias a lo cual el 8 de enero de 2011 Jared
Loughner disparó veinte balazos sin molestarse en recargar contra la diputada
demócrata Gabrielle Giffords, quien recibió uno en la cabeza y sobrevivió, a
diferencia de otras seis personas que salieron del mitin hacia la morgue.
En 22 de los 50 estados se puede comprar un arma aun si se
estuvo preso por homicidio, pues no piden permiso de portación; o poner como
domicilio “Hospital Psiquiátrico José T. Borda, Buenos Aires, Argentina” y
salir con un rifle para cazar osos, excepto en aquellos estados que restringen
la venta… a gente de fuera del estado. Una ley de 1986 prohíbe que el gobierno
federal establezca “cualquier sistema de registro de armas de fuego, dueños de
armas de fuego, compraventa o distribución de armas de fuego”. Así las cosas,
hay pistolas y rifles y carabinas en el 47% de los hogares estadounidenses y el
único documento de cada una de las 310 millones de armas que tienen los civiles
(contra 4 millones en poder de los uniformados) en un país de 314 millones de
habitantes es el registro de venta que hace el vendedor autorizado. Lo cual
deja afuera el 30% de las operaciones, ya que estados como Florida no exigen
una licencia especial para tal negocio.
Los puntos de venta son tantos como los McDonald’s. Miles de
ferias se realizan al año y se anuncian con orgullo, “Muestra de Armas &
Cuchillos/Compra-Venta-Canje”, y hasta humor, “Muestra de Armas de Columbus:
¡Compre mientras se pueda!”. En una de ellas, el Tunner Gun Show, se hicieron
de un arsenal Eric Harris y Dylan Klebold, autores de la masacre de 1999 en una
escuela secundaria (13 muertos y 27 heridos) sobre la cual Michel Moore filmó
Bowling for Columbine. También es corriente ver armerías en las rutas
suburbanas, que ofrecen “Provisiones militares VERDADERAS” o
“Rifles-Pistolas-Escopetas-Municiones”. En una de ellas, Mark Manes, un amigo
de Harris y Klebold, les compró una semiautomática. Internet es un venero para
el negocio: http://www.impactguns.com/ ofrece membresía gratuita de la
Asociación Nacional de Armas (NRA, National Rifle Association);
http://grabagun.com/ garantiza una oferta diaria. Los asesinos de Columbine, que
se suicidaron luego de la masacre, no compraron nada online, pero estudiaron
cómo fabricar las 99 pequeñas bombas que llevaban en sus bolsos.
La buena noticia: en febrero de 2013 no hubo siquiera un
tiroteo masivo, aquellos que dejan cuatro o más víctimas. La mala: en lo que va
del año en los Estados Unidos hubo al menos 17 tiroteos en los que perdieron la
vida 82 personas: enero, 9 muertos en Oklahoma y Nuevo México; marzo, 4 en el
estado de Nueva York; abril, 13 en Ohio, el estado de Washington e Illinois;
mayo, 9 en Nevada e Indiana; junio, 4 en California; julio, 10 en Florida y
West Virginia; agosto, 17 en Texas, Nebraska, Oklahoma e Illinois, y este mes
–que aún no termina– 16 en Chicago y en la base naval de Washington.
Por eso la tapa del diario USA Today del día siguiente al
ataque de Aaron Alexis a la base naval tenía el título sencillo de “Otra vez”.
El año pasado no fue mejor y todavía se recuerdan dos
episodios. El primero continuó la tradición –siempre activa– que se inició en
1764, cuando cuatro nativos de la etnia Lenape entraron a una escuela en lo que
hoy es Greencastle, Pensilvania, y dispararon contra el maestro Enoch Brown,
quien murió junto a otros 10 niños. Sucedió en diciembre, en Connecticut:
después de matar a su madre, Adam Lanza entró a la escuela primaria de Sandy
Hook, Connecticut, con una carabina Bushmaster M-4, una pistola Glock y otra
Sig-Sauer (dejó en el auto una escopeta de combate Izhmash Saiga-12) y mató a
20 niños y 6 adultos antes de suicidarse. El otro había sucedido meses antes,
en julio, cuando se estrenó Batman: el caballero de la noche asciende en
Aurora, Denver, y James Eagan Holmes, en vez de llevar pochoclo y gaseosa,
entró al cine con un rifle de asalto AR-15 con un tambor de cien balas y dos
pistolas Glock y en dos minutos asesinó a 12 espectadores.
Estas muertes masivas opacan la corriente continua de
violencia armada que pone a los Estados Unidos al tope de esa estadística
mundial, con una tasa de homicidio por bala ocho veces superior a la de países
de similar desarrollo. El problema de fondo es la bala cotidiana.
Son los tiroteos entre bandas, como el que sucedió en
Brooklyn, Nueva York, en mayo, que dejó a una niña de once años que entraba a
su casa paralizada de por vida. (A la fecha, 2.035 soldados murieron en combate
en Afganistán e Irán, más unos 400 suicidas al año, mientras que unos 18.000
niños y adolescentes reciben balazos cada año, y algunos mueren.)
Son los episodios de violencia doméstica que se
descontrolan, y en vez de un cachetazo, van un par de tiros como este jueves
disparó Antonio Feliú en Miami, Florida, contra su mujer, Vivian Gallego, y –ya
que le quedaban balas– la hija de ella.
Son los asaltos que empiezan con la intención de llevarse
dinero o mercancía y un tercio de las veces terminan con muertos.
Son los temores de inseguridad elevados al delirio, como
sucedió el 26 de febrero de 2012 en Sanford, Florida, cuando George Zimmerman,
parte de un grupo de vecinos armados que vigila el barrio, mató a Trayvon
Martin por encontrarlo intimidante. Creyó ver un arma que el joven negro –un
factor a considerar, ya que el homicida es hispano y la antipatía entre ambos
grupos es inmensa– no tenía. Zimmerman quedó libre por una ley que habilita la
defensa si se sospecha que se va a sufrir daño. Otros 29 estados tienen normas
similares.
Nadie está a salvo, de escolares a Martin Luther King, de
John Lennon a presidentes. En Estados Unidos hubo once intentos de magnicidio,
cuatro de ellos exitosos: Abraham Lincoln, James A. Garfield, William McKinley
y John F. Kennedy, de cuya muerte en Dallas se cumplen este noviembre 50 años.
El lobby de las armas se mueve por la razón obvia: el
dinero. Desde 2010 cada año se fabrican en los Estados Unidos casi 5,5 millones
de armas –un aumento desde los 4 millones de la década anterior– y la industria
representa 31.800 millones de dólares. Sólo Smith & Wesson ganó 412
millones en 2011, triplicando y más los 120 millones que había obtenido en
2004. Pero como queda feo decir que se deja huérfanos por plata, el lobby basa
sus argumentos en principios y vapulea la Segunda Enmienda de la Constitución,
que dice: “Por ser necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un
Estado libre, no se infringirá el derecho del Pueblo a poseer y portar armas”.
De esa declaración, formulada mucho antes de que Estados Unidos tuviera su
desmesurado poder militar de hoy, en 1791, es difícil derivar la virtual falta
de regulación que defiende –y no sólo con palabras– la industria armamentista.
El argumento delirante –pero usado– de que los ciudadanos deben estar armados
para defenderse del gobierno tiene poco sustento. El sistema ataca de otro
modo, ya probado, lucrativo y eficaz: elecciones optativas, cerebro apagado por
la televisión encendida, educación cara, dieta que garantiza problemas de
salud.
Su ariete publicitario, la NFA, llega a extremos como
declarar enemigos a personas e instituciones “que han donado dinero, militancia
u otro tipo de apoyo directo a las organizaciones antiarmas”. La lista, que se
desvaneció de su página de internet en febrero, incluía a la Academia de
Pediatría, la Organización Nacional de Discapacidad, varias instituciones
científicas y religiosas, zoológicos, Meryl Streep, Oprah Winfrey, Boyz II Men,
Tony Bennett, Ellen DeGeneres, las tarjetas Hallmark, los helados Ben & Jerry’s
y las textiles Kenneth Cole y Levi Strauss, entre otros. Ahora debería sumar a
Starbucks, que luego de la matanza en la base naval pidió a sus clientes que
dejen las armas en casa cuando salgan para el café.
Poco asombra que Charlton Heston, quien murió de demencia
degenerativa, presidiera la NFA durante cinco de los últimos años de su vida.
Si alguien elige para sí y se compra un par de zapatos,
normalmente es para usarlos. ¿Por qué sería distinto con un arma? Lo más grave
que se puede hacer con un zapato es golpear la mesa de las Naciones Unidas
(como Nikita Kruschev) o tirárselo a alguien por la cabeza (como le hicieron en
dos ocasiones al ex presidente George W. Bush). En general, el daño se limita a
ampollas. Lo que hace un arma, en cambio, no se arregla con una curita.
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