Muertes en el
celular Por: Walter Goobar
Cada kilo de coltán
que se extrae para la fabricación de teléfonos móviles, GPS, armas
teledirigidas, satélites artificiales, les cuesta la vida a dos niños
africanos. Son datos terroríficos.
No menos de cinco millones de civiles murieron en el Congo a
lo largo de la guerra que ya lleva más de una década. Murieron por el coltán,
pero ni ellos lo sabían. El coltán es un mineral raro, y su nombre designa la
mezcla de dos minerales estratégicos llamados columbita y tantalita. Poco o
nada valía el coltán, hasta que se descubrió que –por su conductividad– era
imprescindible para la fabricación de teléfonos celulares, playstations,
computadoras, GPS y misiles; y entonces pasó a ser más caro que el oro. Hoy
mueren dos niños africanos por cada kilo de coltán que se extrae para la fabricación
de estos productos de la sociedad de consumo.
El 80% de las reservas conocidas de coltán están en las
arenas del Congo, un país pobrísimo, pero que para su desgracia es riquísimo en
minerales, y ese regalo de la naturaleza se sigue convirtiendo en maldición de
la historia.
El Congo huele a sangre, enfrentamiento entre etnias,
pobreza, esclavitud y sobre todo a dinero. La antigua colonia belga tiene tanta
riqueza que con su explotación debería nadar en la abundancia, sin embargo lo
que le sobran son guerras. En su territorio alberga en grandes cantidades
cobre, cobalto, estaño, uranio, oro y diamantes, casiterita, wolframita y sobre
todo coltán.
Mientras el planeta se horroriza ante las atrocidades de la
guerra civil en Siria, en África se libra otro antiguo y olvidado conflicto que
parece interminable ante el silencio cómplice de los medios de comunicación y
las trasnacionales involucradas en la producción de celulares y otros elementos
de alta tecnología que requieren coltán. Sólo baja de intensidad de vez en
cuando y vuelve a la barbarie cada vez que un fabricante de playstations
retrasa la salida de su nuevo modelo aduciendo la falta de ese mineral.
Es la guerra del
Congo o del coltán, como la llaman algunos, porque si bien el coltán no fue la
razón primera de su estallido, sí lo es de su continuidad. Porque estos
minerales de sangre son la riqueza del Congo y a la vez su condena.
Las grandes víctimas de toda esta guerra económica que se
está desarrollando en el tercer país más grande de África son, sin duda, los
civiles. Cifras impresionantes que nadie sabe por qué, sólo ahora han saltado a
la primera plana de los periódicos. Más de cinco millones de personas han sido
masacradas desde 1998 en Congo, y desde el Alto Comisionado para los Refugiados
de las Naciones Unidas (Acnur) confirman que actualmente hay 1.350.000
desplazados en el interior del país. Las mujeres y niñas son sistemáticamente
violadas y empleadas como arma de guerra. Los niños no se salvan de la
barbarie: unos son obligados a trabajar en las minas de coltán a mucha
profundidad porque son los únicos que caben en ellas; miles de ellos mueren
sepultados, de hambre y de agotamiento. Se calcula que por cada kilo de coltán
extraído mueren dos niños. Otros son reconvertidos en niños y niñas soldados;
llegó a haber más de treinta mil reclutados y quedan entre tres y siete mil
como carne de cañón, según datos de Amnistía Internacional. Los enfrentamientos
actuales han puesto de nuevo en marcha este macabro sistema que se lleva a
niños de sus aldeas para participar en la guerra. Los que intentan escapar son
torturados ante sus compañeros para que sirvan de ejemplo. Hambre,
desnutrición, sida, malaria o tuberculosis se suman a una situación alarmante.
Por ejemplo, semanas después de que la Corte Penal Internacional condenara al
comandante rebelde Thomas Lubanga a 14 años de prisión por reclutar niños
soldados, Human Rights Watch cifraba en 149 “kadogos” (así se les conoce en la
jerga militar) los secuestrados para luchar junto al grupo M23, liderado en la
sombra por BoscoTerminator Ntaganda, lugarteniente de Lubanga que tiene orden
de captura por el mismo tribunal.
Todo comenzó cuando los tutsis de la vecina Ruanda
recuperaron el poder tras el genocidio de 1994 que cometieron los hutus. Estos
últimos se refugiaron en el vecino Congo temiendo la represalia tutsi.
Agentes encubiertos de Ruanda como Terminator Ntaganda o
Laurent Nkunda, ahora en situación de semilibertad en Kigali, fueron enviados
junto a sus tropas a masacrar a los hutus que habían cruzado la frontera. Con
esa táctica, Ruanda alejó la guerra de su territorio y justificó una ocupación
militar en las zonas minerales que el Gobierno congoleño, a 2.000 kilómetros en
la lejana Kinshasa, es incapaz de controlar. Ahora la Ruanda del presidente
Paul Kagame, también acusado de genocidio en aquellas operaciones de castigo,
le ha dado la luz verde a Terminator Ntaganda, que también fue niño soldado.
Gracias a esa constante inestabilidad, el gobierno del Congo
ni puede explotar las minas ni mucho menos cobrar impuestos. Y sus vecinos
necesitan la guerra para mantener un coltán barato, sin impuestos
gubernamentales, gestionado por milicias fácilmente sobornables, como el M23 de
Ntaganda, que factura miles de euros semanales en contrabando al mando de una
brutal milicia armada con lanzacohetes y fusiles kalashnikov.
Hay muchos analistas que apuntan que son las
multinacionales, con la complicidad de las potencias internacionales, las que
han azuzado el conflicto. De hecho, Naciones Unidas hizo una investigación y
las conclusiones fueron que se trataba de una guerra dirigida por “ejércitos de
empresas” para hacerse con los metales de la zona, acusando directamente a
Anglo-América, De Beers, Standard Chartered Bank y cien corporaciones más.
En el último decenio, las grandes transnacionales Nokia,
Ericson, Siemens, Sony, Bayer, Intel, Hitachi, IBM y muchas otras han obtenido
el material de esa zona para lo cual se han formado una serie de empresas (la
mayoría fantasmas) asociadas entre los grandes capitales, los gobiernos locales
y las fuerzas militares rebeldes para la extracción del coltán y de otros
minerales como el cobre, el oro y los diamantes industriales.
Entre las más nombradas aparecen la Barrick Gold
Corporation, de Canadá, la American Mineral Fields (en la que George Bush padre
tenía intereses) y la sudafricana Anglo-American Corporation. El coltán
extraído tiene como destino los Estados Unidos, Alemania, Bélgica y Kazajstán,
aunque al tráfico y elaboración están vinculadas decenas de compañías. La
filial de la alemana Bayer, Starck, es la productora del 50% del tantalio en
polvo a nivel mundial.
Todas negaron estar involucradas en la guerra, mientras que
sus gobiernos presionaban a la ONU para que dejaran de acusarlas. En el informe
de la ONU se exponen un número de empresas europeas que han tenido mucho que
ver con el mantenimiento económico de los rebeldes ruandeses para facilitar su
comercio de coltán. Ahí aparecen las empresas belgas Sogecom Sprl, Sogem
Unicore, o la alemana Masungiro GmbH, las actividades del suizo Chris Huber o
la joint-venture holandesa y americana, Eagle Wins Resources. En un circuito
que va desde la explotación minera hasta los fabricantes de tecnología como
indica esta figura.
Pero ahí no queda todo. Este problema ha abierto, a su vez,
un conflicto entre estadounidenses y europeos por el control del coltán. Este
enfrentamiento tiene un tercer oponente: China, que firmó el contrato del siglo
con el Congo en septiembre de 2007 para explotar durante 30 años los recursos
naturales del país africano con un esquema de reparto de dividendos donde China
se quedará con el 68% y el 32% restante irá a parar a los congoleños. Los
minerales de sangre salen por la frontera hacia Ruanda por carretera o por
aire, a la vista de todos, dejando los bolsillos llenos a los corruptos
funcionarios congoleños. Desde Goma, vía Kigali, viaja a las zonas fabriles de
Shanghai, donde el Gobierno chino no se molesta en preguntar de dónde viene. Y
de ahí a nuestros celulares, laptops y tablets.
Quien controle el coltán controla nuestra vida. Como en el
siglo XXI, toda nuestra tecnología depende de que haya un niño allí dando
martillazos a una piedra y a un pedazo de tierra que se le viene encima.
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